LA ACADEMIA ESTATAL DE POLICÍAS
Por: Maricarmen García Elías
Huatusco en Línea
El
26 de octubre leí un apartado postal publicado en el Periódico Marcha
de esta capital, donde una persona suplica se investigue un caso de
maltrato animal. Resulta que en la Academia Estatal de Policía que
se ubica en el municipio de Emiliano Zapata, algunos cadetes reportaron
que los están obligando a sacrificar perros callejeros a balazos para
practicar tiro al blanco, algo con lo que los alumnos no están de
acuerdo , ¿y quién lo estaría?.
Este hecho me hizo recordar un artículo que leí hace dos años de un activista español, Julio Ortega Fraile, intitulado “Esos seres extraños llamados animalistas” y que quisiera compartir porque detalla muy bien la
esencia de las causas de protección animal, la impotencia que sentimos
cuando escuchamos casos como éste y el análisis que se puede hacer de
una sociedad decadente en valores y visión:
…Si
a nadie le parece extraño que me detenga a auxiliar en un accidente de
tráfico, suponiendo que todavía no hayan llegado los servicios de
emergencia, ¿por qué algunos me califican de loco si recojo en la calle a
un perro que acaba de ser atropellado para llevarlo a un veterinario, y
hasta me advierten, a modo de consejo, que dejará en el asiento restos
de pelos y de sangre?, ¿A alguno de esos le preocuparían las manchas en
su tapicería si procediesen de las hemorragias de un señor que se ha
abierto la cabeza contra el parabrisas de su coche?, y digo más, ¿se lo
pensarían si fuese su propio perro el herido?.
Muy
pocos, o ninguno, van a criticar que te manifiestes contra el cambio
climático, la contaminación de la atmósfera y de los mares o la
deforestación de los bosques. Pero de esos mismos son bastantes los que
no comprenden que lo hagas protestando contra la tauromaquia, la
experimentación con animales o la industria de la peletería. ¿Por qué en
un caso está bien visto y eres un ser comprometido y solidario mientras
en el otro, te consideran un infeliz o un soñador, cuando no un
perturbador?.
Y
no hablemos ya del tema de la alimentación. Todos entienden, en nuestra
cultura, que no te meriendes un bocadillo con las tripas embutidas de
un pastor alemán, que no te cenes un filete del lomo de un seltter
irlandés o que no sirvas en la mesa una fuente con un gato siamés
troceado y al ajillo. Pero si tampoco quieres hacer eso mismo cuando la
víctima es un cerdo, una ternera o un pollo, entonces eres el rarito, el
melindroso y el que se empeña en ir en contra de la tradición, de la
cultura y hasta de las normas básicas de nutrición.
Así
de peculiares son los valores por los que nos regimos en esta Sociedad.
Un perro no se puede cocinar y comer, pero no existe reparo en dejarlo
agonizando en el asfalto, o no hay problema en practicar con él la
vivisección. Un gato tampoco estará en nuestra dieta, no ya por razones
de salud, sino porque nos horroriza que se le introduzca vivo en una
olla con agua hirviendo como hacen en otras culturas, pero muchos
conductores ni los esquivan o extreman la precaución cuando los ven
rondando por una carretera porque saben que en cualquier caso, saldrá
perdiendo el animal. Y a la vaca o al cordero, en cambio, se les puede
tener toda su miserable vida encerrados en un espacio minúsculo,
engordándolos para al final, descuartizarlos y comérselos.
En
definitiva, que evitarle o no a un animal el sufrimiento no depende ya
sólo de su especie, sino también del origen del padecimiento, y la
consecuencia es que el dolor de un mismo individuo puede horrorizarnos,
resultarnos indiferente o incluso estar de acuerdo en que se le cause,
todo en función de por qué y cómo le venga provocado. ¿Alguien puede
darme una explicación coherente y con un mínimo de ética para este tipo
de aberración moral?.
Y
en cuanto al tener que estar justificando continuamente los motivos de
declararse en contra de cualquier tipo de maltrato a los animales, no ya
ante los que se los infligen, que con esos el debate, en el caso de ser
posible, va por otros derroteros, sino con nuestros allegados, con
amigos y familiares, ¿es realmente tan difícil de comprender que se
abrace esa filosofía de rechazar cualquier tipo de violencia, de
explotación o de agresión gratuitas a otros seres?. A mí, lo que se me
antoja inconcebible es defender precisamente lo contrario.
Aquellos, en
duda aún de la defensa animal, quizás puedan explicar qué piensan de un
chino que cuelga por el cuello a un perro vivo de un gancho y lo abre
del estomago, o al verlos comer los sesos de un mono cuyo corazón
todavía palpita, también cuando contemplan como en Tanzania torturan y
matan a los albinos para realizar con ellos rituales mágicos, o las
ablaciones de clítoris en Sierra Leona.
Tal
vez, lo que el cocinero chino o la curandera somalí piensen de ellos al
observar su repugnancia, su horror y su rechazo a tales costumbres, sea
muy similar a lo que ellos creen de mí. Y es que en definitiva, se
trate de hombre, mujer, perro, cerdo o mono, hay algo que las diferentes
nacionalidades no pueden alterar y es común en todas ellas: la angustia
y el sufrimiento de las víctimas cuando son sometidas a padecimientos
terribles o asesinadas. Y existe un aspecto que tampoco debería de
depender de cuestiones educativas, de culturas o de códigos penales: la
obligación de expresar nuestra repulsa absoluta a que la violencia sobre
otros seres forme parte de la conducta humana, sea cual sea la disculpa
para ejercerla, la especie del martirizado o el rincón del Planeta
donde ocurra.
Imagino
que hay una razón muy poderosa para explicar el porqué de esta paradoja
en nuestra escala de valores: los intereses económicos. Las industrias
que en nuestra Sociedad han encontrado un mercado para sus artículos, se
encargan de engrasar continuamente los mecanismos adecuados para que
nos parezca no sólo lícito, sino imprescindible seguir consumiendo
productos que de un modo u otro, impliquen angustia para animales. De
tal modo, y teniendo en cuenta que en otras culturas, los empresarios
hacen lo propio según los hábitos de sus clientes, hemos de llegar a la
conclusión que la diferencia entre el bien y el mal no radica en el
hecho en sí, sino en nuestra percepción del mismo en función de lo que
nos han presentado como virtuoso o como perverso. En todo caso, una
justificación muy pobre y que sólo puede servir para aquellos que no
tengan el menor interés en reflexionar sobre las consecuencias de sus
actos (Julio Ortega Fraile).
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